La mujer se encontraba en cuclillas
al borde del enorme acantilado, un viento agresivo le golpeaba la cara
enredando su blanco y largo cabello sujeto con un simple trozo de cordón negro, aún así sus ojos
no pestañearon un solo instante.
Sus ojos azules tan intensos como
el cielo claro de verano de aquel día, brillantes como el mar que contemplaba
de una manera obsesiva escudriñando cada ola, vigilando las corrientes, los
bancos de algas y de peces, como si de ella dependiera que todo siguiera su
cauce.
Un sucio palillo mordisqueado se
mantenía entre sus labios como si un apéndice más de su cuerpo se tratara, su
piel denotaba el paso de muchos años ya, pero en lugar de arrugas una
metamorfosis había convertido esa piel en un pergamino liso coloreado por el
sol de las islas, con manos largas y finas, dedos de pianista delgados,
delicados y fuertes, acostumbrados a tejer, bordar y trabajar en el campo al igual que el resto
del cuerpo, flexible como un junco, demasiado alta para la zona, demasiado
inteligente para el lugar, demasiado enigmática, demasiado bella para todos,
aún así, sus ojos enormes, esos intensos ojos azules seguían sin pestañear
oteando el horizonte.
El pueblo nació en la costa, como
cualquier pueblo pesquero y al crecer solo pudo hacerlo en vertical, hacia el
acantilado lo que hacía que al contemplarlo diera la sensación de que las casas
más elevadas estuvieran sostenidas apoyándose unas encima de las otras como colgadas
al son del viento, el color blanco de sus paredes destacaba de forma descarada
y competía con el azul añil del mar, el azul cielo del cielo, el gris de la
roca volcánica que formaba la isla, y como colofón y dando un toque
aristocrático en lo más alto, el teatro, último vestigio de otra época ya muy
lejana.
Al otro lado de la isla,
antiquísimos olivos traídos desde el continente acababan de adornar ese trozo
de paraíso robado al Olimpo antiguo, y ella allí escudriñando el mar buscando o esperando quizás que Herodes
volviera de cumplir todas las pruebas que los dioses le habían encomendado.
Entonces cerró los ojos.
Los amantes se encuentran siempre
en el mismo lugar, es una cueva natural al fondo del acantilado que da al lado
opuesto del pueblo, eso les da más intimidad, por eso quizás ha sido sitio obligado para
todo aquel que no quería ser visto al menos de forma pública, Cueva de
contrabandistas y de amores para jóvenes amoríos impetuosos, apenas se la ve
desde el camino aún cuando todos saben su situación exacta, con la misma temperatura
todo el año como debe ser, amores y desamores han quedado teñidos en sus
paredes como los dibujos de los antiguos
trazados por las emociones de tantos que
la han visitado, cuentan que no hace tanto tiempo, un dios del Olimpo aburrido
de tanta diosa engreída bajo a darse un paseo por la isla y para su sorpresa se
encontró en la playa a una isleña que aprovechando los últimos rayos del sol
veraniego y en la solitud del atardecer se bañaba desnuda disfrutando del agua
fresca del mar justo debajo de la cueva. Confundido por esa imagen no esperada,
creyó estar viendo a una de las sirenas de Poseidón que distraída se había perdido,
pero cuál fue su sorpresa al comprobar que dicha aparición además de una
larguísima melena tenía unas larguísimas y bellas piernas, sin dudarlo se
desnudo y nadó hacia ella, dicen que la mujer en lugar de espantarse sonrió al
extraño y le invitó a retozar con ella en esa tarde de verano.
Nadaron, bucearon, recogieron
coral, jugaron entre ellos sin conocerse ni preguntarse nada, contemplaron el
cielo flotando como medusas y ya cansados entraron en la cueva donde hicieron
el amor durante toda la noche acompañados por las miles de estrellas que
sonrojadas los contemplaban desde el cielo oscuro.
Al amanecer el amante se despertó y
contemplando ese bello rostro, agradecido por el amor que se le había prodigado
le acarició el cuerpo y le concedió la belleza y una vida eterna junto y como
recuerdo colgó de su cuello una concha dorada que él siempre llevaba al cuello.
-
No te olvidaré jamás, mi bella amiga, siempre bella.
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